Según el diccionario, el significado de la palabra “soberanía” es: “poder político supremo que corresponde a un Estado independiente”. De toda evidencia la palabra “soberanía” es un concepto esencialmente político, que en materia internacional se entiende generalmente como el derecho de cada Estado a determinar sus asuntos internos sin injerencia de entes externos.
Como concepto y práctica, la soberanía ha experimentado cambios importantes a lo largo del tiempo. Quizá el más importante haya sido su reducción -o acotamiento- por los tratados y convenios internacionales, ya sea aquellos que obligan a todas las naciones (ONU) o los que dan sustento a espacios/organizaciones supra nacionales, como la Unión Europea.
Para el ciudadano de cualquier nación europea el concepto de soberanía tiene significados diferentes a los que tiene para un ruso, un chino o un mexicano. La Unión Europea es la primera experiencia de una organización político-económica que a partir de un espacio común se coloca por encima de los estados nacionales, sin que éstos desaparezcan, aunque son depositarios de soberanías restringidas.
Para los mexicanos la soberanía es algo así como la virginidad de la nación, Defender la patria es preservar la soberanía nacional.
Lo que se entiende por la historia mexicana del siglo XIX y principios del XX, y por nuestra condición de país frontera. La defensa de la soberanía ha sido el ropaje para revestir los autoritarismos estatales, del pasado y del presente. Fue también pretexto para justificar el “fraude patriótico”, como en Chihuahua en 1986. Entre más autoritario el régimen, más defensor de la soberanía será el gobierno.
Ignoro si en otras latitudes ocurre lo mismo que en México, en donde los adjetivos añadidos a la palabra “soberanía” son inacabables. Ayer y hoy los gobiernos, sin distingo de origen partidista o inclinación ideológica, usan el concepto según su conveniencia. En el diccionario de la política mexicana encontramos soberanía nacional, soberanía popular, soberanía económica, soberanía alimentaria, soberanía energética, soberanía educativa, soberanía cultural, Etc.
Son varias las paradojas que tal proliferación de adjetivos produce. Hablamos de “soberanía energética”, mientras que consumimos gasolina y el gas que provienen en gran parte de Estados Unidos. Igual pasa con la “soberanía alimentaria”, para la que cerramos los ojos ante los miles de productos provenientes del exterior, que son parte de la dieta diaria y ocupan el mayor espacio de los refrigeradores en los hogares mexicanos. Se habla de soberanía educativa o cultural mientras que en la TV predominan, con mucho, las series y películas extranjeras. Recuerdo que en los años 70 del siglo pasado alguien apuntó que en México los niños pueden ignorar quien fue el padre de la patria, pero casi todos saben de Mickey Mouse.
Transcurrido el primer cuarto del siglo XXI quizá sea tiempo de admitir, parafraseando a Enrique Krauze, que necesitamos una soberanía sin adjetivos.
Entender que en el México de nuestros días al defender la soberanía debemos hacernos cargo de nuestra actual inserción en el mundo y los retos que tenemos por delante. En particular, se requiere asumir los costos y beneficios de nuestra posición en América del Norte a partir de la firma del TLCAN en 1994 y su extensión en 2018 a TMEC. Esa posición está hoy amenazada por el inminente arribo de Donald Trump a la Casa Blanca. El futuro del segundo piso de la 4T depende, en buena medida, de lo que pase con la joya de la etapa neoliberal: el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá.
Los temas que Trump esgrime como garrote contra México no serán conjurados invocando la defensa de la soberanía nacional. Migración y tráfico de fentanilo demandan de estrategias gubernamentales sin retórica patriotera. Las medidas espectaculares son flor de un día. La esperanza de hacer una pinza con Canadá para negociar con Trump se esfumó. Quizá los primero sea tener, en nuestras dos embajadas con los vecinos del norte, embajadores y equipos negociadores con las aptitudes y experiencia que el relevo en la Casa Blanca exige.
La mejor defensa de la soberanía nacional empieza por no ponerle más adjetivos.
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