Tierra de samba y futbol. Frase perfecta para describir a Brasil. Dos elementos que existen en espacios similares y distintos al mismo tiempo, que explican la idiosincrasia de un pueblo que baila alrededor de un balón. Dos religiones.
Muchos amantes del futbol vienen a Río de Janeiro con la intención de visitar el Estadio Maracaná, templo de la pelota y la danza, religiones que se fusionan en ese olimpo a las orillas del infinito para regalar un espectáculo único.
No hay togas, ni trajes de seda, sino playeras rojinegras que se adhieren a la piel con dorsales y nombres de todos los tiempos: ‘Zico’, ‘Pedro’…
Es una algarabía que suena al ritmo de los tambores, que silencia a cualquier mal. Bailamos y bailamos. Una fiesta, un rito.
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Un taxi con olor a futbol
El avión aterriza en Río de Janeiro en la madrugada, cuando la mayoría de los locales en el aeropuerto aún no abre y es misión casi imposible comprar una tarjeta SIM para acceder a la red.
No queda más que tomar uno de los taxis locales para llegar a donde uno se va a hospedar, pero cualquier buen viajero sabrá que económicamente no es la mejor opción. Se puede negociar un precio razonable.
No pasan más de 5 minutos cuando el chofer ya habla de futbol, de lo bella que fue la Copa del Mundo en 2014. Después de enterarse que soy de México, comienza a preguntar sobre eso.
-México casi le gana a Países Bajos-
-Sí, quedamos muy tristes-
-¿Qué pasó con Giovanni dos Santos?-
-Fue un buen gol, pero no hizo una buena carrera- (Una pausa) -¿Dolió la derrota con Alemania?-
-No tienes una idea-
El amigable hombre cierra con esa conversación. Luego, habla sobre su familia, aunque el tamaño de esta ciudad puede distraer a cualquiera, más aún el constante estado de alerta para prevenir peligros. Es Latinoamérica.
Llegamos a una calle estrecha, a poca distancia del Metro Glória. El chofer se estaciona frente a un banco, pide su pago y una propina. No la obtiene. De todas formas, sonríe, se da la vuelta y emprende un nuevo camino.
Del otro lado de la calle hay un pequeño hostal, es una fachada blanca con puerta de madera y cuatro ventanas. Lo dirige Ben, un sudafricano. El cuarto que da hacia la calle tiene nueve camas, distribuidas en tres literas. Es rudimentario, pero basta para venir a dormir, además, solo hay que pagar 216 reales (738 pesos mexicanos) por cuatro noches.
Río de Janeiro, pista de la samba
Los brasileños tienen una reacción natural a la música, es la chispa que enciende un fuego interno. Bailan como serpientes hipnotizadas alrededor de los músicos que tocan samba en el Barrio de Lapa o en la Feria Gastronómica de Glória. Van de un lado a otro, como las olas del mar que se mueven frente a Copacabana.
Es inevitable pensar en el legendario Ronaldo Nazário, que hacía algo muy similar en la cancha, con la pelota como instrumento. Con la danza en la cabeza y sus movimientos. Nadie le seguía el ritmo.
Sin embargo, hay un sitio todavía más sorprendente: Pedra do Sal. En sus inicios era el punto de encuentro entre afrodescendientes y, precisamente esa mezcla cultural y musical, dio origen a la samba. Hoy, reúne a pueblos de todo el planeta para practicar esta religión que es patrimonio cultural.
Llegar al centro de todo no es sencillo: se debe tomar un taxi desde el Metro Glória, luego hay que caminar hacia adentro. Es una composición bastante similar al tianguis de Tepito de la Ciudad de México, además, es necesario evitar choques con el resto de los asistentes y cuidar las pertenencias en los bolsillos. En cualquier país hay carteristas.
La composición de esa calle principal es muy peculiar, casi como un mini Coliseo Romano: los músicos en el centro de todo, la gente los rodea y unas escaleras forman un enorme círculo para presenciar el rito. Como en un estadio…
Hay vendedores ambulantes que ofrecen ‘brigadeiros mágicos’, shots de tequila y cerveza muy fría por precios bastante asequibles. La única cosa mala es que se debe hacer una fila enorme para entrar al sanitario. Como en un estadio…
Maracaná: un sueño posible (casi imposible)
Se entiende que Brasil no es un país caro porque después de unos días, todavía dispongo de algo de efectivo. Pasan y pasan imágenes en la cabeza, sin embargo, no se esfuma la idea de ir al Estadio Maracaná, aunque no será barato como el resto de las actividades.
Hay una persona que consigue boletos para ver al Flamengo por 450 reales brasileños, es decir, poco más de 1,500 pesos mexicanos. Eso sí, con la garantía de estar en primera fila. No suena mal.
Sigue la reflexión.
Llega un día en que varios aficionados del Fluminense (el otro gran equipo de la ciudad) se reúnen en un pequeño restaurante para ver el partido. El mesero lleva cervezas frías, recoge botellas. Sirve platos de pollo frito o de carne con frijoles. La gente se reúne como en otro acto religioso, lo vive con pasión y eso ayuda a tomar la decisión.
Habrá que prescindir de un par de comidas en los siguientes días. La reserva inconsciente indica que valdrá la pena y el ticket llega el mismo día del partido. Toca ir a la cama algunas horas y prepararse para la fiesta que viene.
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Amigos del futbol (¿o del destino?)
450 reales y en el boleto originalmente decía 35. Ese tal Jorge (dice su nombre en el boleto) es un estafador. Todo fue por medio de un intermediario y no había forma de negociar. Ni hablar, es momento de alistarse.
Me pongo los tenis en la escalera del hostal y pasa un hombre con la playera del Flamengo. Oportunidad única, enviada por los dioses de la pelota.
-¿Vas para el juego?- le pregunto en portugués.
-Sí- responde y sonríe. -Podemos ir juntos- añade.
El trato con mi nuevo amigo, Thiago, está hecho. Nos fuimos al instante.
Subimos a la estación del Metro Glória con tiempo de anticipación, hablamos con una mezcla de español y portugués mientras caminamos. Él fabrica zapatos y vive en Vitória, una ciudad a poco más de 500 kilómetros de Río de Janeiro. Vino aquí solo a ver el partido.
El camino no dura más de 20 minutos hasta la estación Sao Cristóvao, ahí salimos, cuando normalmente se debe ir hasta la estación Maracaná.
Todavía en las instalaciones del transporte, Thiago negocia con un vendedor ambulante para conseguir una playera del Flamengo por 30 reales. Se me adhiere a la piel. El resto de los aficionados me sonríe. Es el mejor camuflaje para andar por aquí.
Seguimos caminando entre las calles hasta llegar a donde se junta buena parte de los fans del Flamengo antes del juego: el Bar dos Chicos. En el camino ya rebasamos parrillas improvisadas para cocinar hot-dogs, churrascos, hamburguesas y picanha sola. Hay cerveza. Mucha cerveza.
Foto: Dave Ramos
La gente prende bengalas y enciende pequeñas bombas para alentar al resto a cantarle al equipo. No recuerdo cuántas veces me enamoré, tampoco cuántas cervezas bebí, pero tengo una estampa pegada en la memoria: la gente abriendo paso a los vendedores ambulantes para que puedan esconderse de la policía. Acto inmensamente superior de solidaridad.
La cerveza gana su batalla.
Buscamos un baño hasta encontrar uno en una gasolinera, poco agradable, pero útil. Afuera, la lluvia comienza a caer, muy ligera, apenas para enseñar que esto no es un sueño. Thiago espera a algunos amigos, después ocurre algo inesperado.
A unos 50 metros se escucha un alboroto. Se trata de un sujeto que lanza botellas de vidrio a unos granaderos, enfurecido. Era un demonio. Un vendedor ambulante al que le quitaron sus cosas. Solo queda mirar y comprobar que los brasileños si se enojan, a pesar de que uno pudiera pensar que no.
El camino y la llegada al Olimpo
Vamos hacia el estadio. Todos me piden que deje una buena impresión de los aficionados. Pedirlo no es necesario. Nos separamos justo en la estatua de Hilderaldo Bellini, leyenda de Flamengo.
-Nos vemos aquí al terminar- dice Thiago y estrecha mi mano.
La revisión de seguridad antes del entrar al inmueble es sencilla, no cotejan el nombre del boleto con el de la identificación. Antes de bajar a las escaleras que llevan a la primera fila, me detengo y contemplo la lluvia caer por la abertura del Estadio Maracaná: es como estar en el fondo de un cenote a punto de presenciar un rito antiguo.
Las acciones del partido se ven a la perfección, la gente ondea unas telas con los colores del Flamengo. Me cuesta trabajo poner atención, lo bueno está en las tribunas, en la fiesta que dura del minuto 1 al minuto 90, sin pausa, sin cansancio. Las butacas maltratadas se usan muy poco.
David Luiz rechaza un par de pelotas peligrosas con la categoría que lo distingue. Everton Ribeiro intenta ordenar el mediocampo. Aderbar Santos salva un par de veces al equipo. Pedro sabe que el gol está cerca.
Caen un par de ‘bombas’ que suenan fortísimo, pero lejos de asustar a la gente, la impulsan a cantar más fuerte. Es como un grito de guerra ensordecedor, se funde con la algarabía de un pueblo que ni en la tribuna deja de bailar. Es el templo en donde dos religiones, samba y futbol, se vuelven una misma.
La mayoría no se sienta un solo minuto y si la pantalla del estadio indica que no se pueden tirar más bombas, entonces echan otras dos. En determinado momento hago un experimento: grito con todas mis fuerzas al aire y no consigo escucharme a mí mismo.
Cae un gol de Pedro y entonces todo explota como una olla a presión. Todos brincan juntos, se abrazan. Son hermanos.
No imagino la locura que fue este lugar con gol 1,000 de Pelé. Más aun con su despedida.
El Metro cobra vida (la fiesta todavía no termina)
La victoria está en el bolsillo. Entonces las butacas se vacían, pero las revoluciones de los aficionados no bajan. En el camino de vuelta a la estatua, hay que bajar una larga rampa mientras los fans siguen cantando, ya con varias cervezas encima. Thiago me espera.
Andamos de vuelta hacia el Metro, ahora sí a la estación Maracaná. Hablamos de lo intenso que fue todo, él está muy feliz de que su viaje valió la pena y apenas nos detenemos para comprar unos churrasquinhos, que no valen más de 30 reales. Bajan las revoluciones. El aire regresa de a poco, aunque no se ha terminado la fiesta.
Foto: Dave Ramos
Subir al tren representa otro enorme reto y a donde quiera que uno voltee, hay playeras rojinegras. Las puertas cierran. Entonces el botón de ‘ON’ se enciende en el interior de estas personas y comienzan a cantar en el vagón. Golpean las puertas para simular el sonido de los tambores. Juegan con su propia salud auditiva.
Llegamos a la estación siguiente, bajan el volumen. Arranca el tren, vuelven a subir el tono y así en el trayecto de vuelta hasta que nos toca salir en la estación Glória. Despedimos con una mirada al resto.
Nos quedamos en la recepción del hostal por varias horas. Tomamos cerveza. Hemos perdido la fiesta en el bote, aunque apuesto que ninguno de los dos cambiaría lo que acabamos de vivir. Hablamos por horas hasta el amanecer y luego nos despedimos, con la promesa de encontrarnos nuevamente. Amigos del futbol.
Cristo Redentor (epílogo de una aventura total)
Tres hombres se sientan a mi lado en el tren que lleva al Cristo Redentor. Pagamos por este servicio casi 90 reales. Hablan de lo imponente que les resultó el Estadio Maracaná. Son sacerdotes católicos. En sus ritos, no están acostumbrados a que la muchedumbre haga ruido, pero presenciaron otra clase de acto religioso.
Aun así, están gratamente sorprendidos. En el trayecto de subida de 20 minutos a una de las nuevas siete maravillas del mundo moderno, no dejan de intercambiar opiniones sobre el juego. Solo pausan para acercarse a las ventanillas y tomar fotos del paisaje. No son fanáticos del futbol.
Río de Janeiro es enorme, se ve toda la ciudad desde las alturas, aunque había advertencia de que estaría nublado. Los sacerdotes buscan la Catedral de Río de Janeiro, que es como una pirámide. A otros, nos vuelve a llamar el Estadio Maracaná, que se mira desde ahí como otra catedral.
Las nubes se acercan y la visibilidad se reduce. Es hora de decir adiós. Por ahora…
Foto: Dave Ramos
Por Dave Ramos @elhablador_