El martes 5 de noviembre por la noche sabremos quien ganó la elección presidencial en Estados Unidos. Las encuestas registran una competencia cerrada, un “empate”, entre los dos candidatos, Kamala Harris y Donald Trump. Sabemos que la demoscopia electoral está en un mal momento, tanto que nos están acostumbrando a que el día después los diarios titulen “otra vez, fallaron las encuestas”.
Por ese motivo es que, a menos de una semana de la jornada comicial en Estados Unidos, la incertidumbre sea generalizada, tanto allá como en el resto del mundo. Sin embargo, atendiendo experiencias recientes, me aventuro a esperar la victoria de la candidata del Partido Demócrata. Doy mis razones y preferencia, empezando por la segunda: por el bien de todos, deseo fervientemente que gane Kamala Harris.
Fundo mi optimismo en un hecho: visto en términos del periodo de tiempo de exposición mediática de los dos candidatos presidenciales, Trump tiene una ventaja significativa sobre Harris, sin embargo, ésta logró alcanzar en pocas semanas una preferencia de voto hasta igualar, conforme las encuestas, la obtenida a lo largo de años por el republicano. No invocaré el refrán popular “caballo que alcanza gana”, porque eso es una creencia casi religiosa. Más bien creo que Harris aún tiene un tramo de preferencia no reflejada por las encuestas.
Atiendo también lo que apuntan diversos indicadores, en el sentido que el resultado dependerá de segmentos del electorado indeciso, que son más proclives a la candidata demócrata. En particular, serán determinantes el voto afroamericano, el de mujeres liberales y el variopinto universo de comunidades amenazadas por Trump con deportaciones masivas, como las hispanoparlantes, y dentro de ellas las de raíces o nacionalidad mexicana.
Hay otro factor que me hace ser optimista. Me refiero a la vasta clase media estadounidense, formada en los valores de la democracia y el respeto a las instituciones republicanas. Aunque es cierto que también recibió los prejuicios y temores asociados a ser ciudadano de la super potencia ganadora de la guerra fría, por lo que hoy conviene tener presente la aguda observación del filósofo francés Raymond Aron, que desde el título de su libro “La República Imperial” apuntó: “Estados Unidos es, al mismo tiempo, una república y un imperio”.
Creo que, si esos segmentos del electorado estadounidense acudan masivamente a las urnas el martes 5, pueden apuntalar la victoria de Kamala Harris por un margen tan amplio que haga superfluas las amenazas del perdedor de no recocer su derrota. En cambio, en otro escenario posible, la victoria de Trump, de darse, sería por un margen estrecho. Sin descartar que, en ese caso, otra vez veamos un resultado bizarro. Es decir, que Harris gane por el voto popular y pierda por la configuración final del Colegio Electoral.
Para el mundo la victoria de Trump sería el inicio de 4 años de temor e incertidumbre. Para México será una pesadilla, por su anterior trato desde la Casa Blanca, por sus amenazas en esta y las anteriores campañas y por su carácter abiertamente antimexicano. La victoria del republicano abrirá para nuestro país un periodo de graves conflictos en la relación bilateral, iniciando con la deportación de miles de migrantes, mexicanos y de otras nacionalidades, y la amenaza de cancelar el TMEC.
Entendible es que la prudencia sea el único recurso del gobierno mexicano ante la elección en Estados Unidos. Mucho daño causo a México la supuesta “amistad” entre Trump y López Obrador en los años en que el primero ocupó la Casa Blanca. Guardar silencio y esperar el resultado es lo mejor que -en público- puede hacer la presidenta Sheinbaum. Ojalá que -en privado- su gabinete esté preparando las acciones para enfrentar el vendaval que desataría la victoria del candidato republicano.
Por su gravedad el asunto más urgente es el migratorio. Si Trump es el ganador de la elección, ha prometido que el lunes 20 de enero de 2025, en el primer día de su segundo mandato, ordenará el cierre de la frontera con México e iniciará de inmediato las deportaciones de migrantes. ¿Qué hará el gobierno de Sheinbaum al respecto?
La política migratoria naufragó cuando López Obrador admitió recibir a decenas de miles de migrantes centroamericanos deportados, aceptando de facto la condición de “tercer país seguro”. La militarización casi total del Instituto Nacional de Migración (INM) fue la consecuencia inmediata. Hoy la situación del INM es deplorable, sin que en el nuevo gobierno el tema reciba la atención que merece. Es evidente que nuestras ciudades de la frontera norte no tienen condiciones ni recursos para recibir y atender oleadas de migrantes deportados, y es imposible que las tengan en poco más de 8 semanas.
Además, cerrar la frontera común tendría impactos múltiples para los que nadie está preparado, ni aquí ni allá. Descartar que Trump lo haga, creyendo que la medida perjudicaría más a Estados Unidos que a México, es una apuesta demasiado riesgosa. Mas le vale a Claudia Sheinbaum prepararse para lo peor, incluyendo la modificación radical o la cancelación del TMEC.
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