El periodista de investigación Gareth Gore llegó a España en 2017 para informar sobre el inesperado derrumbe del Banco Popular, considerado hasta entonces como una de las entidades más rentables del mundo. Lo que había de ser una crónica más sobre las consecuencias desastrosas de una ambición capitalista desenfrenada se convirtió en el desenmascaramiento de uno de los saqueos empresariales más descarados y de mayores implicaciones de la historia. Durante décadas, un grupo de hombres ligados al Opus Dei había controlado secretamente los resortes del banco para financiar la extensión y la influencia del grupo religioso a todos los rincones del mundo.
Resultado de sus investigaciones es el libro Opus, recién publicado por el sello Crítica y del cual ofrecemos un adelanto con autorización de editorial Planeta México.
La mañana del 24 de junio de 2004, un grupo de empresarios con semblante serio se reunió en el sótano de la sede del Banco Popular, en el centro de Madrid, para aprobar formalmente las cuentas del ejercicio anterior. La junta anual de accionistas era un acontecimiento tedioso pero inmutable en el calendario empresarial, un requisito legal que debía dar a las decenas de miles de inversores que poseían acciones del banco la oportunidad de hacer preguntas, plantear inquietudes y, en general, pedir cuentas a los hombres que dirigían el Popular.1 Durante años, solo se habían cumplido de boquilla esos requisitos, optando en su lugar por celebrar la reunión a puerta cerrada en la sala de juntas de la séptima planta, donde los responsables aprobaban las cuentas sin debate alguno.2 Durante años, los reguladores habían hecho la vista gorda, pero reciente- mente habían empezado a hacer preguntas y aplicar las normas de manera más estricta. Las medidas reflejaban una revolución más amplia que se extendía por toda la sociedad española tras el 11-M, que había tenido lugar tres meses antes, cuando —en un cínico intento de mantenerse en el poder— el Gobierno del Partido Popular habían mentido al país sobre una serie de atentados que habían matado a 193 personas en varios trenes madrileños solo unos días antes de las elecciones generales, culpando de la atrocidad a los terroristas vascos en lugar de los islamistas que protestaban por el papel de España en la guerra de Irak. El tiro les había salido por la culata y les hizo perder unas elecciones que estaban a punto de ganar, además de desatar una ira generalizada contra la élite corrupta. Con José Luis Rodríguez Zapatero, el nuevo presidente socialista, que prometía una sociedad basada en la transparencia, los hombres allí reunidos temían lo que pudiera significar la inminente revolución para ellos y para el secreto que el Banco Popular había mantenido oculto durante más de cincuenta años.
El cambio de paisaje no podía llegar en peor momento. Luis Valls-Taberner, presidente y cabeza visible del Popular desde finales de los años cincuenta, llevaba meses sin aparecer en público. Don Luis, como respetuosamente lo llamaban todos en el banco, había cumplido setenta y ocho años unas semanas antes. Aunque no le gustaban los cumpleaños —prefería felicitar a la gente el día de su santo y no por el aniversario de su nacimiento—, los últimos habían sido fatídicos indicadores del deterioro gradual de su estado de salud.3 El presidente había pasado su septuagésimo sexto cumpleaños recuperándose de una intervención quirúrgica de urgencia en el estómago y el septuagésimo séptimo, preparándose para otra intervención en la que se le extirpó un tumor encima del ojo izquierdo. Los años empezaban a pasarle factura: más recientemente, sus movimientos se habían vuelto cada vez más lentos y torpes, y había empezado a sufrir mareos y visión borrosa, síntomas de la enfermedad de Parkinson en estado avanzado.4 Pero, en lugar de dimitir o nombrar un sucesor, don Luis había optado por quedarse y ocultar su maltrecha salud. Aunque seguía acudiendo a su despacho religiosamente —llegaba a las nueve de la mañana, a menudo con una barba incipiente, pues prefería afeitarse en la oficina para poder pasar más tiempo en casa leyendo la Biblia—, don Luis seguía brillando por su ausencia.5 En años anteriores, era frecuente ver al presidente por el edificio, parándose a charlar con los empleados de a pie, llamándolos por su nombre de pila o preocupándose de recordar pequeños detalles sobre la comunión de un niño, un familiar enfermo o los apuros de su equipo de fútbol favorito, al tiempo que recababa información sobre el banco, qué departamentos estaban trabajando duro, qué requería atención o quién estaba holgazaneando.6 Ahora esos paseos habían cesado casi por completo.7
Aquella farsa se prolongó varios meses. Pero no hacía mucho habían empezado a ocurrir cosas que amenazaban con transformar el problema relativamente benigno de la existencia hermética del presidente en una crisis más grande. La primera señal de que algo iba mal se produjo a finales de 2003 cuando, justo una semana antes de Navidad, once miembros del consejo fueron despedidos de manera fulminante.8 El banco intentó hacer creer que los ceses obedecían a una reducción del número de miembros del consejo planeada desde hacía tiempo. Sin embargo, unas semanas más tarde, uno de los mayores accionistas del banco anunció de forma inesperada que vendía la totalidad de su participación, de unos 340 millones de euros.9 La noticia fue una gran sorpresa, sobre todo porque el inversor acababa de comprar la participación y lo había hecho a bombo y platillo, anunciando la compra como el comienzo de una nueva alianza que prometía un futuro apasionan- te para ambas partes.10 Es comprensible que un cambio tan brusco suscitara intensas especulaciones. ¿El inversor había decidido vender después de ver lo que ocurría realmente a puerta cerrada?
¿Había llegado a la conclusión de que don Luis no era apto para dirigir el banco? La liquidación también arrojó una luz diferente sobre el despido masivo de más de un tercio del consejo unos me- ses antes. Ahora se hablaba de un golpe fallido contra el presiden- te, que se negaba a retirarse y atender a razones. ¿Estaba un anciano confundido al frente de uno de los mayores bancos de España?¿Por qué se le permitía seguir? ¿Por qué el resto del consejo no había hecho nada para remediar la situación?
A lo largo de la primavera, las especulaciones sobre la idoneidad de don Luis para seguir en su puesto habían restado más de mil millones de euros al valor del Popular.11 En la banca —un negocio basado en infundir confianza a los clientes y convencerlos de que su dinero está a salvo— la incertidumbre puede ser muy peligrosa. Por un lado, el bajo precio de las acciones de la entidad podía convertir- la en un blanco fácil y abrirla a una adquisición hostil por parte de un rival más grande o un fondo buitre. Dada la necesidad de man- tener a raya al beneficiario secreto del banco, ese escenario era claramente inaceptable. Y lo que era aún más preocupante: si la con- fianza de los inversores seguía evaporándose y se extendía a los cinco millones de clientes del banco, el Popular podía enfrentarse muy rápidamente a una crisis importante. En tal situación, no debía descartarse un pánico bancario.